Introducción
Si hay alguna ciencia útil, necesaria y noble, es ciertamente la que tiene por objetó las grandes cuestiones que han de ocupar toda inteligencia humana, y la que responde a las necesidades de todos, cualquiera que sea la categoría o situación que ocupen en la sociedad a que pertenecen.
Quién será el hombre sensato que, en medio de las mayores preocupaciones de la vida, no se pregunte de dónde viene y a dónde va; quién ha creado el universo y con qué fin; por qué existe el dolor y qué será de nosotros después de la muerte; y, en fin, qué debemos hacer para poseer un día la felicidad perfecta, cuyo deseo tanto nos atormenta?
Estos problemas, de importancia capital, son del dominio exclusivo de la ciencia religiosa, y a ella solamente pertenece el derecho de resolverlos. Por lo mismo, esta ciencia ha sido, desde todos los tiempos, objeto de la predilección de los sabios de primer orden, pues la han cultivado con esmero y le han dado, en sus estudios científicos, el primer puesto. Nadie ignora que la filosofía antigua consistía, ante todo, en las investigaciones que tienen por objeto a Dios, al hombre, el mundo, y las relaciones que tienen entre sí. Era, según la definía Cicerón, “la ciencia de las cosas divinas y humanas y de las causas que las contienen.”
Pero cuanto más estimaban este sublime ciencia esos sabios del paganismo, más desprecio sentían hacia los sofistas que ponían su vanidad en destruir en el pueblo el respeto a las tradiciones religiosas. “La filosofía de éstos, decía Platón, es la filosofía de la nada.”
Desde la aparición del cristianismo hasta nuestros días, seria fácil demostrar, con innumerables testimonios, en qué estima tenían la ciencia religiosa los genios más ilustres. Poetas, artistas, sabios, oradores y gobernantes, han proclamado a la Teología reina de todas las ciencias tenían una inteligencia harto ilustrada para no ver cuán vana es la curiosidad que solamente se detiene en bagatelas, y descuida lo que más importa saber. “¿Acaso, dice Malebranche, ha nacido el hombre para pasar su vida pendiente de un telescopio o encerrado en un laboratorio? ¿Ha nacido para emplear todo el tiempo en considerar el movimiento de la materia, en medir las líneas, y en examinar las relaciones de los ángulos? Ciertamente que no; harto noble es su espíritu, demasiado corta su vida, su tiempo bien precioso para detenerse en tan vanos objetos.”
En una de sus meditaciones, Ampere, a quien sus descubrimientos científicos han inmortalizado, escribía: “La figura de este mundo pasa; si te alimentas de sus vanidades pasarás como ella. Mas la verdad de Dios permanece eternamente; si de ella te alimentas, como ella permanecerás ¡Dios mío!, exclama, ¿qué son todas las ciencias, todos los razonamientos, todos los inventos del genio, y esas grandes concepciones que el mundo admira y en las que se apacienta ávidamente su curiosidad? … En verdad que todo ello no es sino pura vanidad. Estudia las cosas de este mundo, porque ese es el deber de tu estado, pero no las mires más que con un ojo; el otro tenlo fijo constantemente en la luz eterna.”
Estos testimonios pueden, por cierto, ser útiles al creyente para hacerle apreciar la incontestable Superioridad de la ciencia divina, pero Dios mismo ha querido indicarnos lo que ante todo debe ser objeto de nuestras meditaciones y de nuestros estudios. Él es, sin duda alguna, el Dios de las ciencias; su Verbo ilumina a todo hombre que viene a este mundo por la potencia intelectual de que el hombre ha sido dotado. Con todo, no ha tenido Dios por conveniente, revelarnos sino lo que a nuestra eterna salvación se refiere todo lo demás lo ha dejado a la, investigaciones y disputas de los sabios. Desde el momento en que creó al hombre llenóle de las luces del entendimiento, le hizo conocer los bienes y los males y dióle además sus mandamientos y preceptos.
Adán transmite a sus hijos la ciencia divina; los patriarcas la meditan en sus tiendas; y Moisés recibe una revelación más completa, que los profetas inspirados no cesarán de recordar al pueblo de Dios en la sucesión de los siglos. Este puebla, cuando no se descarría por los caminos de la iniquidad, se sustenta con la palabra divina. Los justos de Israel hacen de ella el motivo de su gozo y consolación. Cuán admirables, Señor, son tus testimonios exclama David; por eso los ha observado exactamente mi alma. ¡Oh cuán dulces son a mi paladar tus palabras más que la miel a mi boca. Ella me consoló en medio de mi humillación; y tu palabra me dio la vida. Salomón, su hijo, no pide a Dios más que la sabiduría, de la que hace el más pomposo elogio: la sabiduría, dice, vale más que todas las joyas preciosísimas y nada de cuanto puede apetecerse es comparable con ella!. El varón sabio está lleno de fortaleza de espíritu, y esforzado y vigoroso el ánimo del que confía. Sin la ciencia de Dios no hay sabiduría; los insensatos son los que juntamente con la sabiduría desprecian la doctrina. Vanidad y no más, son ciertamente todos los hombres en quienes no se halla la ciencia de Dios; los que no quieren recibir la instrucción morirán en su ignorancia. Su insensatez será la fuente de sus desventuras: Desdichado es quien desecha la sabiduría y la instrucción, y vana es su esperanza, sin fruto sus trabajos, e inútiles sus obras.
Cuando apareció el Verbo de Dios hecho carne, siendo fuente de toda luz, enseñó que solamente había una cosa necesaria, que es conseguir la vida eterna, y que la verdadera ciencia consiste en conocer a solo Dios verdadero y a Jesucristo a quien envió. También el gran Apóstol declara a los fieles de Corinto que no se ha preciado de saber otra cosa sino a Jesucristo. Seguramente que san Pablo, instruido en la escuela del sabio Gamaliel, y muy versado como sobradamente lo prueban sus escritos, en los oradores, poetas y filósofos del paganismo, no pretendía, hablando de este modo, despreciar ni condenar la ciencia humana, sino solamente esa ciencia que hincha el corazón y que no está vivificada por la fe, es sabiduría que Dios ha convencido de fatua.
Muy lejos de ser hostil a los descubrimientos del espíritu humano, la Iglesia los ha favorecido siempre. “Todas las ramas de la ciencia, como también las letras y las artes han tenido en los Pontífices de Roma o insignes representantes, o mecenas generosos, o guardianes vigilantes, aun en épocas en que los estudios se hallaban abandonados, enterradas en olvido las buenas doctrinas, y en que la ignorancia y la barbarie destruían hasta los últimos restos de la sabiduría antigua.” Pero la Iglesia, fiel al espíritu de Dios que la anima, pone por encima de todas las ciencias, la fe.
¡La ciencia de la fe! Ella ha sostenido a los mártires en sus combates, ha poblado los desiertos de modelos prodigiosos de penitencia cristiana, ha hecho florecer en el mundo tantas virtudes heroicas, ha coronado con aureola inmortal la frente de los Santos Padres y Doctores, ha sido la gloria de las universidades, ha civilizado al mundo y lo preserva aun de las amenazantes invasiones del antiguo paganismo.
La Iglesia cumple, pues, una misión eminentemente saludable al recordar sin cesar a los cristianos la necesidad de instruirse en las cosas de la religión cuanto les fuere posible y se lo permitieren los medios de que para ello disponen. Sí la instrucción religiosa es una necesidad para todo cristiano, y la primera de, sus obligaciones. Si cada cual está obligado a hacerse hábil en la profesión a que ha resuelto dedicarse; si el abogado debe estudiar con ahínco la jurisprudencia, el militar el arte de la guerra, y el negociante el código de comercio, el cristiano que está obligado a amar a Dios y a crecer en su amor, ¿no deberá, con mayor razón, empeñarse en progresar más y más en el conocimiento de Dios y de sus perfecciones, de las obras de su omnipotencia y su sabiduría, justicia y misericordia, y en el conocimiento de Jesucristo, de sus misterios y doctrina, de sus ejemplos, y de la vida ejemplar de los discípulos que mejor le han imitado? ¿No deberá estudiar los principios de la moral cristiana, las disposiciones de la Iglesia relativas a la recepción de los sacramentos, y todo lo que pueda contribuir a hacerle adquirir una sólida piedad? ¿No deberá, por fin, recoger todos los rayos de luz que pueden guiar sus pasos en la noche obscura de la vida presente hasta que brille el gran día de la eternidad? Este estudio serio y detenido de la Doctrina Cristiana es mucho más indispensable en nuestros días, porque la religión es ahora, como nunca lo ha sido, el blanco de ataques incesantemente renovados de parte de la ignorancia y mala fe. Para perseverar firmes en medio de esa tempestad, es necesario que Cristo, como dice san Pablo, habite por la fe en nuestros corazones y que estemos arraigados y cimentados en la caridad. Pero la fe necesita alimentarse con el estudio de la verdad cristiana: si carece de este alimento, no despide sino débiles chispas, hasta que por fin se apaga.
¿Por qué hay tantos cristianos débiles y vacilantes, sin energía y sin convicciones, en una palabra, cristianos sólo de nombre? La causa de esa debilidad y de esa apostasía es la negligencia que temieron en instruirse y fortalecerse en la doctrina de Jesucristo, no asistiendo a las instrucciones de sus respectivos pastores, ni leyendo obras de acendrada y sólida piedad, como la Sagrada Escritura y las vidas de los Santos, y en fin, no empleando medios eficaces para hacerse verdaderos hijos de Dios.
Si la ciencia de la religión es necesaria al simple fiel, con mayor razón lo será al que, por vocación divina, abraza la vida religiosa para tender a más alta perfección. Los votos con los cuales se ha consagrado a Dios se fundan en la doctrina de la Iglesia, en su dogma, en su moral y en su culto; existe, por tanto, para él un motivo más poderoso de estudiar con más ahínco la ciencia religiosa, para que caminando guiado por una fe siempre ardiente y brillante, practique más perfectamente los deberes de su vocación sublime. Para él especialmente, dice la Sagrada Escritura: El justo justifíquese más y más; y el santo más y más se santifique. Estos progresos en la perfección suponen una condición indispensable, que es, según el Real Profeta, meditante la ley de Dios, y tener siempre presentes sus palabras. A este estudio está más obligado el religioso, si su Instituto tiene por fin especial enseñar el catecismo a los niños. De él se puede decir, guardando la debida proporción, lo que en el profeta Malaquías se dice del sacerdote: «en los labios del sacerdote ha de estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley». Mas para que así sea, antes de hablar debe aprender.
Si tiene uno necesidad de instruirse, dice san Agustín, para convencerse a sí mismo, lo necesita mucho más para convencer a los demás y defender la fe contra la impiedad. En la Enseñanza religiosa, no basta hablar con claridad e interés, sino que es necesario añadir a esas cualidades la más rigurosa ortodoxia. Tratándose de la verdad dogmática, no hay cosa tan funesta como hacer decir a la Iglesia lo que no dice, enseñar como cosa de fe lo que sólo es mera opinión, o atenuar, por el contrario, las verdades que propone a nuestra creencia. En moral, no es menos peligroso exagerar en un sentido o en otro las prescripciones de la ley divina. La senda que conduce a la vida eterna es estrecha. Es preciso no ensancharla ni estrecharla, para no exponer las conciencias a errar. En el primer caso, se expone uno a favorecer el mal, y en el segundo, a presentar la virtud como impracticable. En la predicación, dice el Apóstol, muéstrate de doctrina sana e irreprensible. Para esto, debe el catequista procurar tener conocimientos exactísimos y precisos de la Doctrina Cristiana, de modo que no enseñe nada de lo cual no esté moralmente cierto.
Quiera el Cielo bendecir este modesto trabajo haciéndolo servir para procurar la gloria de Dios y la salvación de las almas rescatadas con la sangre de su divino Hijo.